Cuando en pleno verano empezamos a leer noticias sobre el virus nuevo que se estaba propagando en latitudes tan distantes como China creímos que el asunto quedaría allá, a miles de kilómetros, en el Oriente más lejano. Sin embargo, los contagios comenzaron a expandirse: llegaron a Europa, atravesaron el océano, invadieron Estados Unidos y, mientras tanto, fueron apareciendo los primeros casos en nuestro país. Nunca imaginamos que seis meses después de aquellos artículos remotos publicados en la sección Internacionales de los diarios se convertirían hoy en títulos de tapa de nuestros medios de comunicación. El panorama es claro: el mundo está lidiando con una de las mayores crisis sanitarias de la historia y, a la vez, sufriendo las consecuencias de economías debilitadas al extremo debido a las cuarentenas implementadas para frenar los contagios.
El paisaje puede resultar desolador, sí, es cierto, pero también debemos recordar que la humanidad ha logrado atravesar otras crisis y que siempre las pudo superar a pesar del sufrimiento y del dolor que dejaron. El ser humano pareciera contar con la capacidad única de tolerar hasta aquello que resulta insoportable de imaginar antes de que suceda como los desastres naturales, las tragedias personales o las crisis económicas.
La perfectibilidad humana nos permite mejorar y encontrar las soluciones para volver a levantarnos con nuevos conocimientos, adaptados a las realidades desconocidas que, en definitiva, son el motor del progreso científico, tecnológico y ético.
En el siglo XIV, entre 75 y 200 millones de personas murieron debido a la extensión de la peste negra. Si bien la enfermedad no se terminó de superar sino que siguió siendo un problema hasta el siglo XX, produjo cambios significativos en las costumbres higiénicas de las sociedades. Por otro lado, debido a la reducción de la población, la mano de obra comenzó a ser visible y valorada en términos materiales, una de las variables que hoy se considera clave para explicar el debilitamiento del sistema feudal y el origen de la clase burguesa.
Cuando a fines del siglo XIX, un rebrote de la peste en China provocó doce millones de muertes, en Hong Kong se logró aislar al bacilo que causaba la enfermedad y se descubrió la importancia de las pulgas y de las ratas en su propagación. Con esta nueva información, volvieron a fortalecerse las medidas de higiene en todo el mundo.
Los cerca de 100 millones de fallecidos por la pandemia de la gripe de 1918 –llamada también “la gripe española”- se sumaron a la tragedia de la Primera Guerra Mundial y revelaron la importancia de no solo estar preparados para enfrentar conflictos bélicos sino también de otra índole. Por eso, en el marco de la catástrofe, el brote significó la inauguración de una etapa de investigación profunda para mejorar los recursos sanitarios, para prevenir contagios y para el desarrollo futuro de vacunas y antibióticos.
Junto con esta enseñanza, las autoridades del mundo de aquella época comprendieron –aunque rápidamente lo olvidaron- que no era viable vivir en guerra y que era necesario cooperar para resolver las diferencias entre naciones por vías pacíficas. Por otro lado, las heridas de los campos de batalla provocaron un gran desarrollo en el área de las cirugías reparadoras y estéticas y de la medicina en general.
En octubre del año pasado, Frank Snowden, profesor de Historia de Medicina de la Universidad de Yale y autor de varios libros sobre la fiebre amarilla, la malaria, el cólera, la viruela, el Ébola y otros eventos fatales similares de la historia de la humanidad, publicó Epidemias y sociedad: de la peste negra al presente. Allí dice que “las pandemias no son acontecimientos aleatorios que afectan a la sociedad de forma caprichosa y sin previo aviso. Es al contrario, la sociedad produce sus propias debilidades. Estudiarlas es entender la estructura social, el nivel de vida y las prioridades políticas”.
En una entrevista con la revista The New Yorker del pasado marzo (https://www.newyorker.com/news/q-and-a/how-pandemics-change-history), Snowden dijo: “Lo más importante para enfrentar estos momentos es que necesitamos darnos cuenta como somos seres humanos de que estamos todos juntos en esto, que lo que afecta a una persona nos puede afectar a todos porque somos parte de la misma especie. Por esta razón, debemos pensar en la humanidad más allá de las divisiones de raza, étnicas o de estatus económico”.
La caída brutal de Wall Street en 1929 desencadenó la Gran Depresión, una crisis económica que afectó a Estados Unidos y también al resto del planeta. Las medidas aplicadas para superar el colapso –el llamado New Deal- se transformaron en políticas de estado que hoy se siguen aplicando como cierta regulación de la libertad de mercado, la asistencia a los desempleados y la idea de que los gobiernos deben ocuparse de la seguridad de la población y también de generar las condiciones para construir una economía sustentable.
Los desarrollos científicos y tecnológicos generados durante la Segunda Guerra Mundial son el origen del crecimiento acelerado que atravesó la vida del hombre desde la década del cincuenta hasta la actualidad: desde la incorporación de dispositivos de tecnologías para el hogar, pasando por la producción de nuevos materiales, hasta el reinado de Internet y de las comunicaciones móviles.
Durante la Primera y la Segunda Guerra Mundial la necesidad de hombres en los campos de batalla redefinió el rol de la mujer en la sociedad que pasó a formar parte de la fuerza de trabajo y continuó con el proceso emancipatorio que había comenzado a principios del siglo veinte. Al finalizar la guerra, el voto femenino era un escenario posible o ya real en la mayoría de los países del mundo.
Las millones de muertes, la destrucción de ciudades enteras y el lanzamiento de las dos bombas atómicas removieron las conciencias de quienes tenían el mundo a su cargo en 1945 y lograron un consenso internacional para evitar enfrentamientos similares a futuro. La creación de las Naciones Unidas y la Declaración Universal de los Derechos Humanos son evidencias de la voluntad del hombre de no exterminarse a sí mismo. Por otro lado, el Plan Marshall diseñado por Estados Unidos para ayudar a la reconstrucción de Europa fortaleció la decisión firme de proteger los acuerdos de paz.
El tsunami devastador que se produjo en 2004 en las costas asiáticas y la catástrofe provocada por el huracán Katrina en Nueva Orleans son ejemplos para imitar respecto del admirable comportamiento ciudadano. Miles de personas de todo el mundo se movilizaron para ayudar a las víctimas y ofrecerles comida, techo, protección y, sobre todo, afecto y contención para transitar las dramáticas situaciones.
Durante los meses del invierno de 2009 cuando se extendieron los casos de gripe A (H5N1) si bien no llegamos a una situación como la actual, incorporamos gestos clave de cuidado como toser sobre el pliegue del codo, algo en lo que quizás nunca hubiéramos reparado cuando usábamos las manos. El alcohol en gel, un producto patentado en 1966 que fue comercializado a partir de 1988 y que nunca se había destacado demasiado en el mercado, se convirtió en un furor mundial que se instaló para siempre en la vida cotidiana.
Rebecca Solnit, una periodista y escritora norteamericana que publicó más de una decena de libros y que desde los ochenta investiga, escribe y actúa sobre temas de medio ambiente y feminismo, en uno de sus textos llamado Un paraíso surgido en el infierno: las extraordinarias comunidades que surgen tras las catástrofes, cuenta que la mayor parte de las personas permanecen tranquilas, con el ingenio alerta y altruistas cuando ayudan a otros en épocas de crisis. “El ser humano sabe improvisar condiciones de supervivencia maravillosamente bien. Las personas se rescatan entre ellas. Construyen refugios, arman comedores comunitarios y comienzan a reconstruir la sociedad de una manera u otra”, asegura en el libro. Ojalá esta pandemia también sea la ocasión.